El mayor enemigo del «ser» es la «nada», precisamente porque la «nada» no sabe lo que el «ser» es. La «nada» mira hacia sí mismo y ve nada, por ello mira fuera de sí, hacia los demás, y lo que ve es nada. Si viera algo dentro de sí vería algo en los demás. La nada puede estar en todas partes, más o menos controlada para que no lo invada todo, o surgiendo y creciendo, si no hay límites. La nada no entiende los límites, porque dejaría de ser nada. La nada quiere ser algo, pero no sabe lo que es ser realmente, por lo que es suficiente la apariencia, sin necesidad de que ese algo tenga una realidad. No se puede poner límites a la nada mediante una negación de lo que la nada puede o no debe hacer, puesto que puede hacer otras muchas cosas. Solo es posible enfrentarse a la nada afirmando el ser, siendo el ser el que avance o actúe. El ser es siempre el ser, con su pasado y su futuro y no tiene una relación dialéctica con la nada para convertirse en otra cosa, como afirma el existencialismo, puesto que la relación con la nada produce nada. Tampoco es una suma en la que el ser se quede igual que estaba, puesto que la nada es una resta o una reducción. Sería un ser en negativo, no es un «cero». Visto así, la relación con la nada convertiría al ser en otro ser, como afirma el existencialismo, pero dañado o disminuido, si no ha sido destruido, si tiene suerte.

La «nada» tiene sus propios planes y se aprovecha de quienes quieren algo y no tienen sus propios planes, pero sí algún tipo de nada en su interior, mayor o menor, ofreciendo algo en bandeja, algo que la nada no puede dar porque no es suyo, aunque se haya apropiado de alguna forma de ello, pero lo ofrece sin preguntas ni responsabilidades. Otra cosa son las consecuencias y los daños, de los que la nada nunca se hará responsable, siempre que pueda. Además no le importan lo más mínimo y puede que su plan sea causar esos daños, precisamente. Quien recibe el daño no sabe por qué y es lo que hace muy difícil defenderse de la nada, porque la causa real puede ser, a veces, comprensible solo para la nada o, incluso, ni la misma nada lo sabe. Puede ser una causa objetivamente muy leve, pero que se puede convertir en algo muy importante para la nada. El único límite para la nada es el ser. El ser es el ser, con sus propios límites, sus obligaciones y responsabilidades, de otro modo, se convertiría en nada. La nada no tiene límites e intenta por todos los medios socavar el ser imponiendo límites y barreras que le impidan ser. La nada sólo puede restar o destruir precisamente porque es nada. Su coartada es la apariencia de ser y es todo lo que la nada tiene.
La nada puede ser un espíritu infantil cuando algunos rasgos no se corresponden con la niñez o etapa infantil de la persona. La niñez se caracteriza en su primeras etapas por la emotividad. Un niño puede sentir como una tragedia que le roben un dulce, cualquier gesto o cualquier contrariedad. Puede experimentar un sentimiento muy intenso que olvidará en cuanto se presente otro estímulo que centre su atención. El niño siente apego hacia su entorno más cercano. Según se dice, el egocentrismo infantil se prolonga hasta los seis o siete años. No se puede determinar qué origina las rabietas en los niños, la falta de control de sí mismos posiblemente, aunque a veces se identifique un motivo, cuando se van haciendo mayores. Es propio de los niños destruir lo que tienen en sus manos, simplemente porque tienen ese impulso. Cuando son pequeños pueden romper un juguete porque no saben manejarlo y es una manera de enfrentarse a esa contrariedad. La envidia o la rivalidad son sentimientos que aparecen muy temprano.
La nada intenta transmitir o imponer al ser sus propios rasgos o características. Para justificarse ofrece o proyecta lo mismo que quiere para sí mismo, como si lo compartiera o necesitara a otros que den una aprobación. El ser no es una identidad, puesto que una identidad es una clasificación, una categoría establecida con una finalidad. El ser vive en un tiempo y en un contexto, que es la cultura donde le ha tocado vivir, pero la cultura es todo el contexto, y todo lo que existe en ese contexto que, por el hecho de existir, es cultura. La cultura se suele identificar con las tradiciones o el folclore, o bien con actividades artísticas, pero son sólo una categoría dentro de la cultura, que engloba todos los aspectos de la vida, con todos sus cambios a lo largo del tiempo, en un determinado lugar.
Por decirlo sencillamente, la cultura es lo que hay, pero también es el pasado porque tiene un proceso o un pasado. Si separamos la cultura del contexto, que es el presente, entonces tenemos una cultura muerta, a estudiar por los arqueólogos, puesto que no tiene futuro. No se puede decir que algo es cultura o no es cultura, porque si existe, si es una realidad, entonces es cultura. No se pueden hacer exclusiones, clasificaciones ni categorías. Nos confundimos porque para determinados fines prácticos, se establecen categorías y se toma una parte por el todo. La cultura, por sí misma, es el pasado y, por sí misma, sólo puede llevarnos hacia atrás, si no hay contexto o ha sido limitado.
El uróboro es un símbolo que está presente en el antiguo Egipto, civilización que se prolongó durante cuatro mil años, a pesar de crisis y altibajos. En el Antiguo Egipto no se utilizó la moneda hasta una época muy tardía, para pagar a los mercenarios de sus ejércitos. Parece que se utilizaba el trueque y había productos que tenían un valor establecido. Sin embargo, Egipto fue siempre un gran productor de grano y de materias primas, puesto que tenía acceso al interior de África. Era prácticamente autosuficiente, salvo por la necesidad de mano de obra o soldados para los ejércitos. Se podría definir por su deseo de estabilidad y de mantenimiento del orden establecido por las crecidas del Nilo, siendo su principal problema evitar invasiones de otros pueblos, aunque también sufriera sequías y crisis internas. La divinidad principal era el sol, siendo el faraón su hijo y por tanto un dios en la tierra que garantizaba el orden natural. Para las primeras civilizaciones fue importante preservar el orden social y las jerarquías, por ello, el uróboro podría interpretarse como un símbolo de control y de garantía de ese orden social, que se mantenía en sí mismo, o al menos eso se quiere representar. Podría interpretarse de muchas maneras. Por ejemplo, alguien que se ha enriquecido, la riqueza o el éxito de la economía. También se utiliza en la alquimia medieval, por lo que se le podría dar ese sentido de transformación de algo en una ganancia o riqueza.
La palabra «uróboro» parece conpuesta por «ouro» y «boros». En el diccionario se encuentran muchas cosas. «Ouros» puede ser «viento próspero», «fortuna favorable», «guarda» o protector, y «boros» puede ser «tragón» o «glotón». «Boreas», que es el viento del Norte puede tener relación con «boros». Quién sabe si la expresión «beber los vientos» por alguien, puede tener que ver. «Beber los vientos» es afanarse o desvivirse por algo con mucha vehemencia. La palabra «ouroboros» también podría explicar la expresión «un negocio redondo» similar a un negocio «de punta a punta» . «Ouros» puede ser también «límite» o frontera, o bien, espacio recorrido, distancia, tiempo favorable. Quizá pudiera relacionarse con las relaciones comerciales y el deseo de riquezas.

«Ouro» puede ser el origen de la palabra «aureo» o moneda de oro, en latín, o con la palabra «aureola», que es una luz o halo generalmente circular que enmarca el rostro o la figura humana en las representaciones religiosas. «Oura» en griego es cielo, bóveda celeste, por ello es posible relacionarlo con las cúpulas doradas de los ábsides de las iglesias bizantinas. «Criso» es «oro» en griego y sería lógico pensar que el nombre de «Cristo» haga referencia a ser representado con una bóveda dorada como fondo. Las ventanas de las iglesias se cubrían con cristal que dejaba pasar la luz que iluminaba los dorados y pinturas de las paredes del interior, o bien, simplemente, que el cristal deja pasar la luz del sol. «Ouro» puede significar también «monte», límite», «frontera», «foso»o «canal». El significado de «uroboro» podría ser todo esto al mismo tiempo. Representaría el límite entre cielo y tierra y el recorrido del sol desde el amanecer al atardecer y su recorrido «subterráneo», bajo tierra durante la noche, teniendo en cuenta una visión geocéntrica del mundo, similar a las representaciones egipcias de la serpiente que se come el sol durante la noche, hasta el amanecer. En este caso, «Cristo» también podría identificarse con el curso completo del sol. La luz, el oro o el sol suelen ser atributos de la divinidad.



Ei uróboro es similar al «ocho» como símbolo medieval, que cuando aparece de pie, significa la unión del cielo y de la tierra, aunque también aparece en las monedas para indicar que sigue el sistema de peso de ocho. Cuando aparece tumbado es un símbolo de infinito, que se utiliza en matemáticas, a partir del siglo XVII, y cuando aparece replegado sobre sí mismo es un uróboro que podría significar que todo acaba y empieza en uno mismo, o todo para sí mismo. Es llamativo que Egipto no utilizara la moneda hasta los siglos finales de su larga historia, precisamente porque no necesitaba importar materias primas o recursos, aunque posiblemente los exportara y ello le proporcionaba aún más riqueza, siendo empleado el excedente en grandes construcciones arquitectónicas. El faraón era un dios en la tierra y las jerarquías sacerdotales alcanzaron un gran poder. El pueblo llano recibía una cantidad de grano por su trabajo. Parece que originalmente la idea de un vida en comunidades religiosas autosuficientes procede de Egipto y puede ser que en la Edad Media se reprodujera ese tipo de organización en una red de monasterios autónomos y más o menos autosuficientes en territorios donde no había ciudades y el poder del rey o señores feudales no se había desarrollado en una organización política y administrativa.
En España el norte del Duero correspondía a las merindades, encabezadas por señores feudales, aunque había territorios de realengo y abadengo, mientras que en el sur del Duero se crearon las comunidades de villa y tierra, bajo la jurisdicción de la Iglesia. En Aragón se llamaron comunidades de aldea. Parece que en principio fueron más importantes los monasterios y después los obispos de las escasas ciudades que fueron creciendo, al tiempo que los reyes reparten muchos de estos territorios en señoríos. El término de «comunidad» originalmente en el siglo IX o X parece asociado a una organización autónoma y en gran medida autosuficiente, aunque estuviera bajo el poder del rey.
Autonomía y autosuficiencia unidas no parecen haber sido frecuentes en la Historia desde el antiguo Egipto, aunque sí han sido conceptos protagonistas de numerosas utopías de sociedades ideales. Sería posible en sociedades con una organización tribal, que se mantienen aisladas, aunque un aislamiento absoluto no parece posible en la actualidad. La realidad es que «autonomía» es un término muy frecuente que ha eclipsado totalmente a la «autosuficiencia», como si uno pudiera existir sin el otro, siendo caras de la misma moneda. Es posible que la Constitución del 78 rescatara conceptos históricos de origen medieval, aunque fueran difíciles de encajar en el contexto de aquel presente, y quizá, cada vez más, en el contexto actual.
Foto destacada: Escudo de la casa de Manrique de Lara, linaje nobiliario español, siendo una de las ramas de la Casa de Lara que superó la Edad Media.
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